viernes, 13 de julio de 2012

moros en España..

España inteligible: Los Moros

Esta expresión popular, los Moros, es la más adecuada y verdadera. Cuando se habla de los “árabes”, de la invasión árabe, de la España árabe, se olvida que los árabes eran una minoría entre los invasores, beréberes en su mayor parte; y no digamos las oleadas posteriores -almorávides y almohades- que sucesivamente dominan al-Ándalus. Moros (o moriscos) fueron las expresiones usadas en España, coloquial y literalmente, y parece oportuno conservarlas y no suplantarlas con otras, en el fondo inexactas.
Pues bien, los Moros han quedado adheridos a la imagen de España, de tal manera que se propende a explicarlo todo por ellos, por su presencia o ausencia. En los últimos años, cuando la historiografía más rigurosa había reducido su papel a límites más reales, ha habido un recrudecimiento de la vieja interpretación -sobre todo extranjera, movida por una visión pintoresquista, tal vez de mayor alcance y más hondas pretensiones.
Ha sido un lugar común considerar a los Moros como el elemento “civilizado”, frente a la tosquedad y el primitivismo de la España cristiana; se ha dado por supuesto que la riqueza y española procedía de su laboriosidad y pericia agricola, con olvido de la romanización; ha sido constante la interpretación “árabe” o “mora” de Andalucía, a pesar de su enorme desarrollo de un milenio antes de la invasión (en algunos casos, dos). De manera inconsecuente, se ha dado una imagen mísera del siglo XVI, a la vez que se ha explicado la pobreza de España en el siglo XVII por la expulsión de los moriscos desde 1609, que la conservaban en un emporio de riqueza. (…)
Esta obsesiva presencia de los Moros ha bastado para segregar a España de Europa, para considerarla como algo diferente y aparte, pero ni siquiera se ha extraído de ello la consecuencia de que habría que descubrir su peculiaridad, sino que al mismo tiempo se la he emparejado con naciones como Francia, Alemania o Inglaterra y se la ha juzgado con arreglo al perfil histórico de estos países; con lo cual, como es inevitable, se ha reforzado la impresión de anormalidad y el diagnóstico de incomprensibilidad, acaso de irracionalidad.
Es claro que la invasión musulmana de España el año 711, la permanencia de un dominio islámico hasta el año 1492, la persistencia de un resto de población morisca hasta comienzos del siglo XVII y, finalmente, la conservación de huellas de todo género en la vida española posterior, hasta hoy, son elementos decisivos que hay que tener presentes si se quiere entender lo que ha sido y es España.
Pero tenerlos presentes, es, aproximadamente, lo contrario de hacerlos funcionar como explicaciones automáticas de todo, como clave que, sin más examen ni análisis, dispensa de toda reflexión sobre la estructuras y las vicisitudes, las herencias y los proyectos, de la sociedad que se trata de comprender.
Acerca de la presencia musulmana en España, aprecio una analogías dignas de consideración entre el panorama actual y situaciones pasadas de nuestra historia, por encima de las lógicas diferencias de tiempo y circunstancias entre ambos momentos.
Sin pretender sentar cátedra acerca de una cuestión que requiere de unos conocimientos sólidos para profundizar con solvencia en ella, me arriesgo a exponer unas reflexiones sobre el particular. Unas simples lecturas de aficionado no bastan para desentrañar ningún misterio ni ofrecer alguna teoría indiscutible, pero aún así podemos señalar aquello que no escapa a una observación detenida, llamar la atención sobre algunos aspectos dignos de detenerse en ellos y tratar en consecuencia de sacar una conclusión razonable al respecto.
Según mi punto de vista, existen concordancias notables entre hechos en curso y episodios pretéritos. En concreto, y sólo para centrarnos en un aspecto de la cuestión, se trata de lo que sigue.
Al concluir la Reconquista, los vencedores de aquella larga confrontación, buscaron de diversas maneras, utilizando alternativamente políticas de palo y zanahoria, “integrar” (por emplear un vocabulario al gusto actual) a los vencidos en la nacionalidad de los patriotas. Se les ofreció la conversión como vía para su incorporación a la nación española, o su continuidad como musulmanes, con unas garantías y obligaciones, es decir con un estatus distinto y sin duda inferior, que los dejaba fuera de la “españolidad” de hecho y de derecho.
En esas épocas, la nacionalidad, la personalidad nacional, la afiliación a una nación o cómo queramos decirlo, estaba determinada por la pertenencia a una determinada fe, a una religión que era el signo distintivo primordial de esa nación. El criterio de la nacionalidad hispana en este caso era el cristianismo. Era español el católico y unicamente este podía serlo, los demás no lo eran ni podían serlo (judíos y moros pertenecían a otras naciones). El factor étnico o racial no entraba realmente en consideración, sino el religioso que confería una identidad propia excluyente de cualquier otra.
Los hispanorromanos (celtíberos fuertemente latinizados) y los godos se consideraban a ellos mismos como miembros de la misma nación, sin que la diversidad de origen supusiese en esos tiempos diferencia alguna en la consideración de su pertenencia al mismo grupo. Insisto sobre este punto para despejar cualquier duda o malentendido: ni judíos ni musulmanes eran parte del pueblo formado por hispanorromanos y godos cristianos, y añadiremos que si no eran parte de ese pueblo tampoco querían serlo. De ahí la grosera estafa intelectual y moral de querer hacer pasar por españoles a los moriscos o a los sefardíes, cuando estos nunca lo fueron ni se sintieron identificados nunca con los cristianos, el elemento nacional, los verdaderos españoles.
La cuestión de los “derechos adquiridos” en largos siglos de estancia en un territorio por una población extranjera (de origen y de identidad) no carece de todo fundamento (aunque un invasor no puede invocar la larga duración de su usurpación como fuente de derecho), pero está fuera de toda discusión el que aquí no hubo nunca otros españoles que los cristianos, y paremos de contar. Ninguna pirotecnia verbal, ninguna alambicada recomposicion histórica, ningún malabarismo seudocientífico, ninguna “performance” retórica puede transformar los burros en caballos y los moros o judíos en españoles. Ni entonces ni ahora, y podemos apostar la mano derecha que mañana tampoco.
Esa concepción de la nacionalidad (la pertenencia a una sociedad común, a una comunidad de destino, a una memoria colectiva) basada sobre una creencia religiosa compartida, no era privativa del bando cristiano, sino también del musulmán, con la diferencia de que en Occidente (el Occidente actual, secularizado) este concepto, el criterio religioso como determinante y exclusivo que define la pertenencia nacional, ha sido superado, mientras que en el mundo islámico perdura hasta nuestros días.
En ningún país musulmán los no musulmanes son otra cosa, en los hechos reales, que ciudadanos de segunda o tercera categoría. Por otra parte, en el islam, la nación, tal como la entendemos los occidentales, no significa lo mismo que en Occidente, poco menos que nada. Está la tribu y después la umma, en el orden de sus lealtades: primero la solidaridad familiar, del clan, de la tribu, y después la solidaridad con el conjunto universal de los creyentes. El punto intermedio de la nacionalidad (el Estado nacional) es el que menos lealtades sucita para el hombre musulmán por ser una idea ajena al genio de esos pueblos. Cualquier musulmán, primero es miembro de tal o cual clan o tribu, después es miembro de la “mezquita universal” y finalmente un nacional de cualquier país.
Hay que recordar que en la época objeto de esta exposición, la España buscada sólo existía en germen, en proyecto, como objetivo: la España perdida se recuperaba y se construía al mismo tiempo; con la reconquista España se iba haciendo. España era un edificio que se iba levantando a medida que se iba empujando al usurpador mahometano cada vez más hacia las costas donde siglos antes había desembarcado. España no existía como realidad concreta sino como proyecto, como voluntad y como elección (como vocación, en palabras de Julian Marías) antes de la unidad entre las Coronas de Castilla y Aragón (Fernando e Isabel). Durante todo el periodo de la Reconquista se habla de moros y cristianos más que de musulmanes y españoles (pero no tanto a causa de la “inexistencia” formal de España, sino de la identidad de significado de cristiano y español).
De admitir como cierta la peregrina versión de la “españolidad” de los moriscos (aplicando criterios de dudosa oportunidad y nula credibilidad a hechos del pasado: el criterio de la territorialidad y la larga permanencia en España desde siglos), estaríamos no sólo reescribiendo nuestra propia historia, falsificándola integralmente (al presentar la contienda cristiano-musulmana como una lucha civil entre españoles de distintas confesiones, en lugar de una guerra de liberación nacional de los españoles contra sus dominadores extranjeros), y transformando nuestra epopeya nacional en una fechoría que no tardaríamos en calificar de limpieza étnica y genocidio, sino que nos encontraríamos ante el absurdo mayúsculo de que los moriscos eran españoles antes incluso que hubiera formalmente una España restablecida en su completa soberanía recuperada (su españolidad les vendría desde antes de la culminación de la Reconquista, no ya desde el año 1492, sino desde el mismo momento que pusieron los pies en España), y para mayor sorpresa, con mayores títulos que nuestros antepasados godos e hispanorromanos de antes de la invasión musulmana del año 722.
La nación española la crean los cristianos y únicamente ellos son los legítimos españoles. Los musulmanes no solamente no contribuyeron a la creación de España, sino que fueron sus más acérrimos enemigos, buscando destruirla en el largo periodo de su dominio. En ese proceso de liberación y construcción nacional, los moros no están con nosotros, sino contra nosotros. Sin embargo, según una corriente revisionista proislámica en boga (y que nos temenos que tiene un gran futuro por delante), son herederos legítimos de España aquellos que casi durante 800 años la sojuzgaron, la anularon y la combatieron. Se pretende hacernos tragar la intragable rueda de molino de la “españolidad” de los moriscos, supuestas víctimas del fanatismo católico, de la intolerancia, y del racismo de sus malos compatriotas. Esto sería como transformar en aztecas a los españoles del Virreinato de la Nueva España o en araucanos a los de la Capitanía General de Chile. Esta aberrante versión quiere hacer herederos de España a aquellos que más la negaron y odiaron y trataron, sin éxito, de aniquilarla. No le hagamos, pues, a los moros el honor de lo que no pudieron suprimir. No se hereda de aquellos a los que se asesina, no se debe acreditar a los perseguidores el mérito de aquellas cosas que han perseguido. España fue posible a pesar del islam, contra el islam: una realidad victoriosa que el islam, felizmente, no pudo impedir.
Ni la raza ni el origen determina entonces la pertenencia al grupo nacional, o cuanto menos la raza no es un impedimento insalvable para ser español. Lo que prevalece sin duda alguna en la conformación de una identidad es la identificación con una fe determinada. La cristiandad victoriosa impone a los derrotados la elección entre la conversión o un estatus de inferioridad, de “extranjería” (y más tarde, cuando todos los límites de la paciencia fueron colmados, la salida del país). En el lenguaje actual diríamos que se buscó la “integración” de los enemigos de ayer. “Convertiros a nuestra fe y sereís de los nuestros, renacereís en nuestra comunidad cristiana, acepten nuestros valores, adopten nuestras costumbres, someteros a nuestras leyes y sereís entonces españoles”. Esta fué la oferta. Sabemos que no fué aceptada sinceramente ni cumplida lealmente.
Una cantidad significativa de moros aceptan aparentemente ese ofrecimiento que les permite permanecer en España y conservar sus bienes y popiedades. Estos conversos, en realidad, no son sinceros, salvo casos aislados, sino que fingen un catolicismo de “tapadera” que les garantiza los derechos y las prerrogartivas que les corresponden como “cristianos nuevos”. De puertas adentro, siguen prácticando su religión, conservando sus hábitos, hablando su idioma, conspirando con el Turco instalado en Berberia, esperando un cambio de suerte para echar abajo la odiosa máscara y levantar de nuevo el estandarte mahometano en el suelo recuperado de Al-Ándalus. Existe una profusa literatura sobre el periodo que va desde las Capitulaciones de Granada (1492) hasta el decreto de expulsión definitiva de Felipe III (1609). Con ese comportamiento no hacen más que aplicar esas normas coránicas que autorizan y preconizan la simulación y el engaño en tierra del infiel cuando la relación de fuerza corre en desventaja del creyente. Aparentan aceptar las condiciones exigidas para su permanencia en España y su incorporación al pueblo que se ofrece a acogerlo, en un acto tan generoso como desafortunado, en su propio seno pero en realidad no se trata más que de una maniobra hipócrita que busca ganar tiempo y ponerse a salvo de inconvenientes y represalias.
No extraña que fuera de esa manera, pues aquellos a los que se pone ante un últimatum de esta clase, difícilmente son fiables en su acatamiento de la condiciones ofrecidas en esas cirscunstancias. Por definición, las conversiones forzadas no son sinceras, por ser el fruto de la coacción y la amenaza. Sólo las conversiones espontáneas son dignas de crédito y ese no era el caso. Pero con la conversión (bajo presión) existía la alternativa del exilio, no de la muerte ni de la esclavitud, lo que habla elocuentemente de la hombría de bien y la nobleza de una estirpe de la que apenas parece subsistir el recuerdo hoy. Por lo tanto nadie era obligado a cambiar el creciente por la cruz, y era exigible lealtad en los que se acogían en las propias filas. La represión y el castigo subsiguientes de los moriscos, que pasan primero de la impostura a la conspiración, y finalmente a la traición abierta en connivencia con los enemigos exteriores de España, queda justificada más allá de toda duda. Demostrando sus verdaderos sentimientos hacia España y los españoles, los moriscos llegan a sublevarse en varias ocasiones, arrasando pueblos y caserios, destruyendo iglesias, martirizando a curas, quemando cosechas y propiedades asesinando hombres, mujeres y niños cristianos. Los moros fueron los enemigos de España durante siglos antes de 1492, y lo siguieron siendo después de esa fecha, durante un siglo más hasta la extirpación definitiva de ese mal.
Aleccionados sobre la deslealtad de los moriscos ,sobradamente documentada y dolorosamente experimentada en más de 100 años de políticas fracasadas, enemigos declarados de su supuesta patria y quintacolumna permanente del Turco que asolaba las costas y preparaba un desembarco para reconquistar territorios peninsulares, nuestros antepasados deciden expulsarlos definitivamente “manu militari”. Hasta aquí, en síntesis la historia.
400 años después de la salida del último morisco de España, tenemos otra vez el país infestado con la misma plaga de entonces. El mismo mal con un nombre distinto: los antaño moros y después moriscos son ahora magrebíes.
La analogía que me propongo hacer consiste en esto. Durante un tiempo bastante dilatado, nuestros antepasados quisieron creer en la posible “integración” (en realidad deberíamos hablar de asimilación) de los moros a su sociedad, su incorporación al pueblo español con plenos derechos. Esa equivocada política fue un quebradero de cabeza permanente para España y una fuente inagotable de problemas y conflictos. Al final, cuando ya no se podía posponer por más tiempo la toma de medidas drásticas para corregir ese error, se cortó por lo sano. Para acabar con la rabia islámica hubo que matar al perro morisco.
Hoy en día estamos en una dinámica hasta cierto punto similar. Pasemos por alto las circunstancias que han llevado al sorprendente panorama actual, apenas imaginado hace un par de décadas (o incluso un par de lustros), de una España otra vez ocupada por una importante y conflctiva población musulmana, y en proceso acelerado de colonización poblacional árabo-beréber-africano y de islamización social, cultural, y pronto jurídica y política.
A los musulmanes que ahora inundan España, se les ofrece la integración al precio de la aceptación de unos valores que no están dispuestos a asumir, y del respeto a unas normas legales y culturales que no tienen la menor intención de acatar. No se les pide que se integren mediante la conversión religiosa, ya que hemos renegado totalmente de nuestro cristianismo ancestral, y el concepto de nacionalidad, privado ya del más elemental contenido cultural, espiritual y moral, arrancado de sus fundamentos históricos y civilizacionales, se ha devaluado y desnaturalizado al punto de quedar reducido a su más elemental dimensión administrativa: un documento de identidad, una cartulina plastificada. Ahora les pedimos que adopten nuestros valores y principios democráticos (algunos lunáticos hablan de un… ¡”contrato de ciudadanía”!): la nueva religión oficial de una sociedad que reniega de sus más valiosas señas de identidad y hace un mérito del desapego a su propia historia. Antes la propuesta era: “No importa vuestro origen (árabes, beréberes), acepten a Jesús y Su Iglesia y sereís de los nuestros, renacereís como “cristianos nuevos”. Hoy es: “No importa vuestra religión (islam), acepten la democracia y sus principios y sereís españoles, “nuevos ciudadanos”. Error ayer y error hoy, pero doblemente error hoy pues ya tenemos el antecedente fallido de una primera experiencia.
Al igual que sus predecesores, los musulmanes actuales se prestan, aparentemente, a este juego, fingiendo, para la galería, aceptar esas condiciones. No hay más que escuchar a algunos de sus representantes hablar de democracia, pluralidad, respeto de la ley y de… integración: la música que es grata a nuestros oídos de papanatas occidentales. Mientras dure la ficción de esa supuesta integración (desmentida a diario por las prácticas reales de esos “integrados”), los moros van asentando las bases de su expansión y dominio, que en algún momento no muy lejano reclamarán ejercer a plena luz del día y sin discusión.
La analogía que veo es, pues, la que sigue a continuación. De la misma manera que los moros de antaño simulaban convertirse a la ley de sus vencedores abrazando falsamente el cristianismo para seguir medrando y conspirando contra la nación y el pueblo que los acogían en su seno, los musulmanes de hoy, fingen acatar las condiciones de respeto a las normas y valores democráticos: la nueva religión laica que otorga el sello de ciudadano. Pero al igual que sus antecesores, estos musulmanes no buscan más que la oportunidad de imponerse a los españoles, que en su insensata tolerancia, en su completo desconocimiento de la historia y en su culpable desprecio de la experiencia, han dado de nuevo cobijo a la fiera que le devorará las entrañas. Toda política de compromiso con los musulmanes está abocada al fracaso: esta es la lección que se desprende de nuestras fallidas experencias. La convivencia entre españoles y musulmanes es un callejón sin salida, una quimera irrealizable: una piedra sobre la cual insistimos en tropezar otra vez. Habrá sangre al final del camino; sólo hay que abrir un libro de historia al azar para confirmar este negro presagio: pueblos de culturas antagónicas e intereses enfrentados viviendo en vecindad terminan por hacerse la guerra.
Pero la similitud entre ambos periodos puestos frente a frente está lejos de ser completa. Por el contrario, se aprecian diferencias de peso. La más destacable es sin duda la ausencia visible de voluntad alguna en nuestro bando de enfrentarse virilmente al problema, a diferencia de nuestros antepasados. Otra diferencia notable es que la mano tendida de los españoles a los moriscos era generosidad, un gesto de grandeza de una raza que sabía combatir a su enemigo y ser magnánimo en la victoria, y que además tenía ciertos escrúpulos morales en expulsar una población, extraña y enemiga, pero asentada desde hacia siglos en el país. El español que sabía ser duro en la adversidad no podía ser ruín en el éxito. La oferta actual a los moros es una demostración palpable del miserable nivel de ruindad y cobardía a la que han descendido las élites españolas de hoy, indignas del nombre que usurpan y que arrastran por el fango de la ignominia. Nunca sin duda esta vieja nación cargada de historia y de glorias inmortales ha estado dirigida por una colección de personajes (y “personajas”) tan pequeños, grotescos y repugnantes. Fin de raza en sus peores especímenes.
No parece nada probable que nuestros invertebrados gobernantes de cerebro espongiforme sean capaces de llevar a cabo medida alguna de la naturaleza y el calibre de la que se tomó hace 400 años. La pasividad es toda, la inacción la norma. A los heroícos y esforzados patriotas de siglos pasados les ha sucedido una caterva vil de renegados y traidores ineptos y estériles. La invasión continúa a buen ritmo, la colonización se expande sin obstáculos, la islamización avanza resuelta. Nada verdaderamente eficaz parece interponerse en la marcha del regreso islámico a España. El país entero calla y mira hacia otra parte, cada vez más al suelo, para no tener que mirar a los ojos una realidad que exige imperativamente una respuesta inmediata y contundente. Los moros que echamos una vez son los mismos que ahora vuelven, pero los españoles que hoy los reciben no guardan parecido alguno con los que los corrieron en otra época. Esta vez España muy bien puede acabarse sin remedio. Pues como advertía Oswald Spengler, sólo las naciones que son dirigidas por los que han conservado sus fuerzas naturales de cultura y forma conseguirán finalmente triunfar.
“El fervor creativo, el latido que ha llegado a nosotros desde los primeros orígenes, se adhiere sólo a formas que son más antiguas que la Revolución y que Napoleón, formas que crecieron y no fueron hechas… Las tradiciones de una vieja sociedad educada, mientras sean aún suficientemente sanas para mantenerse apartadas de políticos y demagogos, y mientras profesen honor, abnegación, disciplina, el auténtico sentido de una gran misión (es decir calidad racial y esfuerzo), sentido del deber y del sacrificio, podrá llegar a ser un núcleo que canalice la corriente del ser de todo un pueblo y le permita establecerse en el tiempo y proyectarse hacia el futuro. Estar ‘preparado’ lo es todo. La última raza que mantenga su forma, la última tradicción viva, los últimos líderes que tengan su apoyo, se perpetuarán hacia el futuro, vencedores”. “La decadencia de Occidente”, Oswald Spengler.

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